martes, 16 de junio de 2015

Gina y el Fitito (cuento)

Me costó conseguir aquella película para papá. El videoclub de mi barrio agoniza a la vista de todos. Estoy segura que si no hubiera en esa cuadra tanto cemento, hace tiempo los pastos hubieran crecido lo suficiente hasta devorar el local y a Mauro, su obstinado dueño. Ayer entré con la intención de encontrar algún título en el que participase Gina Lollobrigida, y me lo encontré a él, a Mauro, detrás del mostrador, a media luz, atrincherado en una celda autoimpuesta, empapelada de cintas VHS. Parecía estar embalsamado desde los tiempos en que supo sentir en carne propia un toque de estrellato de póster, cuando todos los vecinos memorizaban su número de socios y se agolpaban entre los estantes en busca del nuevo estreno. “Gi-na-Lo-llo-brigida”, tipeó en la computadora modelo... indistinguible. Probablemente la máquina había asistido a la inauguración del negocio junto con algún potus o palo de agua con tarjetita augurando éxitos. Me quedé mirando las letras blancas y el fondo negro de un sistema operativo tan obsoleto que me asombró, incluso sin saber nada de sistemas operativos...Cero resultados de búsqueda. No tuve suerte. Cerré la puerta lo más herméticamente posible para que no se mezclara el aire ochentoso del local con el de la calle. Marianita me podía dar una mano. Siempre había sido la más tecnológica de las dos, y sabía bajar a la perfección películas del ciberespacio. La llamé por teléfono, y en un par de horas me acerqué a su casa para buscar dos dvds que con marcador indeleble distinguían dos filmografías: “La burla del diablo” y “Salomón y la reina de Saba”. Nunca había oído hablar de ellas. A la hora de la cena me vine a la casa de papá. Llegué con un paquete de empanadas y una bolsa con las pelis. No le he dicho aún de qué se tratan. Sólo quiero ver su cara cuando aparezca Gina. Quiero confirmar una creencia, obtener más información. Coloco uno de los discos plateados en la ranura. Observo sus reacciones. Pero en cada escena que aparece la diva, sus ojos se mantienen tan vidriosos, inexpresivos y distantes como cuando hacemos zapping un domingo a la noche. Claramente le da lo mismo. Y yo vuelvo en mi cabeza a reconstruir una imagen, aún con dificultad: Hace una veintena de años mi padre recordaba animoso durante una sobremesa en casa de los Gaitán una anécdota compartida con el anfitrión, hacía otra veintena de años. Es decir, que en la actualidad cuarenta años nos separan de ese hecho real o falseado, por el cual aquella noche su relato produjo estruendosas carcajadas entre los comensales, una diplomática sonrisa en la cara de mamá y la necesidad de mi garganta de tomar agua para facilitar el paso de la ensalada rusa, o entrada similar. -...Y cuando estábamos a dos kilómetros de pasar a buscar a Gina Lollobrigida, el motor del fiat 600 se entró a recalentar, y nos quedamos en medio de la ruta-, blanqueó mi padre con tono jocoso, mientras se ponía colorado y sostenía su cabeza con la mano como diciendo no-nos podía-pasar-eso-justo-en-ese-momento. Presentí que todos en la mesa, menos yo, ya habían oído en varias oportunidades acerca del suceso. Pero su cuota sensacional ameritaba evocarlo, al menos una vez al año. Y el disfrute persistía. Yo no sabía con precisión quien era la nombrada debido a mi por entonces corta edad, pero mi personalidad curiosa me permitía tener la mínima noción de que se trataba de una estrella de cine. Me imaginé una artista de talla internacional, cepillando sus ondas frente a un gran espejo mientras esperaba. Quizás estaría con una amiga, en planes de concertar una cita con estos caballeros latinos. Las horas habrían pasado y ella estaría inquieta y ansiosa. Mirando la hora en un reloj dorado rococó, digno de alguien como ella. De todas maneras, algo hacía ruido. Las caras de papanatas de papá y Gaitán, mucho más acentuadas seguramente dos décadas atrás, lograban volver inverosímil la idea de Gina frente al espejo, expectante por el encuentro. Y en cuanto a eso de pasar a buscar a una megafigura en un fiat 600, era chica, pero ya podía advertir cómo se establecían algunos lineamientos en la lógica del mundo. Hoy haciendo un pacto de realidad con la historia, con mucha generosidad en términos de aceptación, intento pensarla desde la adultez. Puedo compadecerme de estos dos hombres con el auto averiado sin celular y una oportunidad única. Puedo visualizar el humo, la bolita móvil, una ruta oscura, incluso a dos flacos desesperados con pantalones setentosos. Pero en el transcurso de aquella cena nada me importaba, no podía tolerar que mi papá hablara tan abiertamente, insinuando viles deseos que excluían a mi mamá. No podía soportar una historieta en la que hubiera peligrado mi existencia, a no ser por ese fitito casi en llamas que torcería el destino. Probablemente aquellos pensamientos se transmitieron a mi cara, porque abruptamente me mandaron a jugar con los hijos de Gaitán al patio, como quien advierte que se ha tocado el límite de temas y tonos que pueden escuchar los niños, distorsionando la ilusión de orden del mundo que se les intenta imponer. Me perdí la historia completa. Desde entonces ha quedado esta anécdota a medio revelar en la nebulosa de mis recuerdos, con muchos interrogantes, con muchos espacios a completar. Una grieta más de información familiar, como tantas otras. Silencios que se resignifican o se cargan con elucubraciones. De chicos no podemos acceder a ciertas confidencias por ser chicos, y de grandes, no nos animamos a preguntar. La anécdota se fosilizó en un rincón de mi memoria, como Mauro en el video club. No sé por qué hago esta analogía. Quizás ambos conllevan un poco de aroma a Hollywood y resisten el presente con fuerza. -Linda… ¿no?- de digo con pretensión de sonsacar un dato interesante, y obtengo una mueca insulsa. Los ojos vidriosos, inexpresivos y distantes de papá me transmiten cosas excluyentes: la anécdota fue falsa, la aluciné, entendí mal o para él no significó tanto como era de esperar. O bien, ya está más allá de todo. Al menos, de toda purpurina y destello de póster cinematográfico. Resigno mi cholulismo a la luz de su templanza y su silencio. Al fin y al cabo, yo no debería saber todo de él. ¿Cuánto conocería yo de este hombre? ¿Un cinco por ciento? A pesar de haber compartido todas y cada una de las cenas acontecidas durante mis primeros 25 años, siempre he tenido acceso sólo a la punta de un iceberg. Las películas son un bodrio para los dos, así que le propongo cambiar por una actual y pochoclera que pasan en el cable. Me dispongo a disfrutar de este familiar tan cercano como desconocido, a retener este instante con fuerza, tomando conciencia de que a futuro este momento también será una anécdota sutil, inaprensible, factible de ser falseada.

1 comentario:

  1. Tan hermoso como triste como real. Justo hoy significa mucho. Gracias por compartirlo!!!

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